sábado, 19 de agosto de 2017

ESTAMPA

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De duras manos toscas
y torso duro, primero fue yuntero,
creciendo entre clavados morichales
-hijo de labradores macilentos -,
con la probreza que dejó en su rostro
visibles hondonadas con el tiempo.

Después, cuando los años
fueron trazando pliegues en su cuerpo,
como la lluvia que se da a la tierra,
fue dejando su ardor por los esteros,
con un grito moreno que saltaba
como madera sólida del pecho.

Va atravesando roncas intemperies
con olor a sudor, a viejos cueros,
haciéndose profundo como el ámbito
de la extensión desierta y del desierto.
Harapiento y lacónico, no tiene
más que el ardor del viento carretero.
La amenza nocturna, el filo que golpea,
la venganza resuelta en el acecho,
la mañana embarrada en los pantanos,
la enredadera, el sobresalto, el miedo,
lo encuentra sumergido
dentro del musgo que labró el silencio.

Todos lo divisamos, aquí mismo,
erguido entre cañados indefensos,
con los ojos despiertos y febriles
por un vivo desprecio,
denso como su sangre, maduro y torrencial,
desbordado y tremendo.

Él es como nosotros:
sobresaltado, claro, verdadero;
ama y odia, profundo
como una hoguera que batalla ardiendo.

Y mirando las ruinas y las ruinas
y el camino deshecho,
herido, con el brazo ensangrentado
y ensangrenTado el cuerpo,
trajina esta vorágine.

Lo llamamos Juan Pueblo.

Elvio Romero (Paraguay)

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