domingo, 30 de abril de 2017

LA ORACIÓN DE LA MAESTRA

























¡Señor! Tú que enseñaste, 
perdona que yo enseñe; 
que lleve el nombre de maestra, 
que Tú llevaste por la Tierra.

Dame el amor único de mi escuela; 
que ni la quemadura de la belleza 
sea capaz de robarle mi ternura 
de todos los instantes. 

Maestro, hazme perdurable el fervor 
y pasajero el desencanto. Arranca 
de mí este impuro deseo de justicia 
que aún me turba, la mezquina 
insinuación de protesta que sube de mí 
cuando me hieren. No me duela 
la incomprensión ni me entristezca 
el olvido de las que enseñé.

Dame el ser más madre que las madres, 
para poder amar y defender como ellas 
lo que no es carne de mis carnes. 
Dame que alcance a hacer 
de una de mis niñas mi verso perfecto 
y a dejarte en ella clavada mi más 
penetrante melodía, para cuando 
mis labios no canten más. 

Muéstrame posible tu Evangelio 
en mi tiempo, para que no renuncie 
a la batalla de cada día 
y de cada hora por él. 

Pon en mi escuela democrática 
el resplandor que se cernía 
sobre tu corro de niños descalzos.

Hazme fuerte, aun en mi desvalimiento 
de mujer, y de mujer pobre; hazme 
despreciadora de todo poder 
que no sea puro, de toda presión 
que no sea la de tu voluntad 
ardiente sobre mi vida.

¡Amigo, acompáñame! ¡Sostenme! 
Muchas veces no tendré sino a Ti 
a mi lado. Cuando mi doctrina sea 
más casta y más quemante mi verdad, 
me quedaré sin los mundanos; 
pero Tú me oprimirás entonces 
contra tu corazón, el que supo 
harto de soledad y desamparo. 
Yo no buscaré sino en tu mirada 
la dulzura de las aprobaciones.

Dame sencillez y dame profundidad; 
líbrame de ser complicada o banal 
en mi lección cotidiana.

Dame el levantar los ojos de mi pecho 
con heridas, al entrar cada mañana 
a mi escuela. Que no lleve a mi mesa 
de trabajo mis pequeños afanes materiales, 
mis mezquinos dolores de cada hora. 

Aligérame la mano en el castigo 
y suavízamela más en la caricia. 
Reprenda con dolor, para saber 
que he corregido amando! 

Haz que haga de espíritu 
mi escuela de ladrillos. 
Le envuelva la llamarada 
de mi entusiasmo su atrio pobre, 
su sala desnuda. Mi corazón le sea 
más columna y mi buena voluntad 
más horas que las columnas 
y el oro de las escuelas ricas. 

Y, por fin, recuérdame 
desde 
la palidez del lienzo de Velázquez, 
que enseñar y amar intensamente 
sobre la Tierra es llegar al último día 
con el lanzazo de Longinos 
en el costado ardiente de amor.

Gabriela Mistral

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