Ya sé. Vos me dirás que sin creer en la gente no se puede vivir,
y yo también pienso lo mismo. Que a la gente hay que otorgarle
un buen puntaje “de entrada”. De uno a diez: diez.
Y con el tiempo se lo confirmamos o le vamos restando de a poco…
un punto hoy, otro dentro de unos meses…
Lo triste es cuando se los tenemos que restar todos de golpe,
en una sola vez, como el viento huracanado de la tormenta
echa por tierra los frutos que estaban endulzándose
en las ramas del árbol.
La desilusión es un viento sin aviso, o quizás con pequeños avisos
de los que no pudimos o no quisimos darnos cuenta.
Tal vez si hubiésemos reparado en aquel gesto o en aquella palabra
a los que no le dimos importancia… tal vez, tal vez.
Pero si bien no se puede vivir sin creer en la gente,
es difícil y doloroso darse la cabeza contra la pared
en el momento de la decepción.
Te ha ocurrido.
Es la primera vez.
Es la expresión de asombro frente a lo incomprensible.
Y los ojitos de llanto.
Y un interrogante ácido dibujándose en tu corazón.
Es ver el revés de la trama de un tapiz de bellísimo estampado
y descubrir los nudos con que se unen los hilos,
ver las imperfecciones, la tosquedad, lo burdo,
el matiz desteñido de alguna tintura.
Sabías… sabíamos que la vida es eso: claroscuros, perfecta sinfonía
y notas desafinadas, elixir que el tiempo avinagra
y verde fruta que el tiempo embellece y endulza.
Pero nos resistimos a la doble visión.
Queremos el rayo de sol, el ramito de rocío, el pétalo nuevo,
no las velitas derretidas sobre la torta de cumpleaños
ni la campana oxidada ni la voz descascarada.
Un amigo traicionó tu cariño, tu confianza, la plenitud de tu fe.
Entraba en casa, escuchaba tus discos,
yo le palmeaba el hombro y le decía:
“Si hubiese tenido un hijo varón me hubiese gustado
que fuese como vos”. Y era verdad.
Vos le contabas tus cosas y escuchabas sus problemas,
perdonabas sus olvidos, te provocaba celos que concediera
su afecto a otros amigos (ay, mi niña absorbente).
Contarte las veces que a mí me sucedió no serviría de nada.
No apagaría tu pena.
Pero, qué cosa, las personas grandes, por temor,
hacemos daño a quienes más amamos.
Yo, que te quiero tanto y que tanto temo verte sufrir…
en vez de apoyarte plenamente y darte la mano
para transitar esos metros de camino espinoso, me enojé,
te reproché no saber elegir amistades,
puse sobre tu gran dolor un dolor más:
el de mi incomprensión.
Ahora quiero explicarte este tonto mecanismo equivocado:
la acritud de los padres no siempre es ira y nunca es desamor.
Es el terror de ver zozobrar la balsa que los ayudamos a construir.
Tantas veces mi balsa zozobró, tantos errores cometí y cometo
porque no lo sé todo… querría ser tan sabia
para pasarte toda mi sabiduría…
que esa debilidad mía es la que me vuelve áspera y tonta,
y lo que se manifiesta como rabia por lo que te pasa…
es la rabia por lo que me ha pasado
y la rabia por no poder ser yo misma la coraza
que te defienda para que no te suceda
lo mismo que me hizo llorar…
Experiencia amarga nos deja una alerta en el alma.
Por un tiempo tantearás con el pie, antes de dar un paso,
para saber si es firme la tierra que vas a pisar
o si delante de vos hay un precipicio.
Eso es, en cierta forma, crecer.
Usar la sensatez y la razón en vez de la loca carrera apresurada.
No obrar porque sí, siguiendo solamente los impulsos,
sino pensando antes en lo que vas a hacer.
Por supuesto que volverás a equivocarte,
que volverán a hacerte sufrir…
que muchas lágrimas rodarán por tus mejillas
que aún conservan la infantil redondez de las manzanas…
Pero ya la sorpresa no será tan grande,
ya no estarás tan desprevenida,
y este episodio gris hará que puedas ver más refulgente
y clara la luz de los que sí merecen ser queridos,
de los que sí merecen tu confianza y tu apoyo.
También quiero decirte que no creas demasiado en mi acritud,
que sepas leer en ella la verdad de mis sentimientos:
temor, dolor, miedo de verte triste…
Y que sepas que mi mano está siempre tendida hacia vos
para que te tomes fuertemente de ella.
Poldy Bird
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