Seguramente, cuando el escritor y aviador francés Antoine de Saint-Exupéry creó en un hotel de Nueva York el extraordinario relato conocido como “El principito” (cuento que, a través de un lenguaje sencillo y una gran cantidad de metáforas, enseña tanto a niños como a adultos a comprender y a valorar desde las cosas más simples hasta las más complejas), no imaginó que, con el paso de los años, esa obra se convertiría en un clásico de la literatura universal y se traduciría a casi doscientas lenguas.
Esta historia donde se abordan cuestiones profundas como el sentido de la vida, la amistad y el amor, comienza a desarrollarse a partir de que un aviador, tras sufrir un desperfecto en su avión, se pierde en el desierto de Sahara y encuentra a un pequeño príncipe. Este diminuto ser viene del asteroide B612, un planeta que posee tres volcanes y una rosa. Allí, el principito se dedica a cuidar su tierra y a quitar los árboles baobab que, con frecuencia, pretenden crecer pero que, de hacerlo, podrían partir al planeta en pedazos.
Cansado de los reproches de la rosa, esta criatura decide explorar otros mundos y es así como llega, aprovechando una migración de pájaros, a visitar seis planetas. En cada uno de ellos, el principito encuentra a diversos personajes que, a su manera, le demostrarán lo vacías, egoístas y ambiciosas que se vuelven las personas cuando llegan a la adultez.
Uno de ellos, un sabio e inteligente geógrafo que sólo se interesa por las cosas eternas que no sufren modificaciones, será quien le aconseje viajar a la Tierra, donde el principito no sólo conocerá al aviador perdido, sino que vivirá otras experiencias que lo llevarán a comprender que “sólo se ve bien con el corazón”, porque “lo esencial es invisible a los ojos”.
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