En la cima del cerro había un prado, un alazán
corría valeroso entre el riachuelo de aguas turbulentas
-entre las negras y afiladas piedras- creyéndose el rey
y señor del cerro, no sintió que llegaba el perro negro,
quien hambriento preparaba sus garras para atrapar
a su presa en la curva.
Allí donde el sol se pone -cansado de iluminar todo el día
a los ciegos- estaba la guarida del gran perro, medio lobo,
pasó el día rabioso con su hermana la luna, que en la noche
había hecho caso omiso a su aúllo.
Sabía el can que la luna admiraba la libertad, el entusiasmo
y hasta el pelaje de ese único alazán. Decidió devorar la carne
fresca. Tendió la trampa, preparó sus garras, esperó el momento
justo, llegaba el joven caballo, no percibió el inminente peligro,
los ojos voraces del gran perro lo observaban, pero la luna
como siempre estaba atenta a los pasos del alazán amado,
en un esfuerzo iluminó su camino, encendiendo un gran farol
justo frente a los ojos de ese can hambriento, tendiendo
aquella cortina blanca de invisibilidad anhelada por todos.
El alazán zafó la trampa, pasó tan veloz como un rayo
al otro lado de la curva. El gran can pasó toda la noche
esperando atrapar a su presa, pero ni cuenta se dio
que el alazán ya había cruzado por allí; cuando
el crepúsculo del amanecer llegó exclamó inútilmente:
–Oh, hermana Luna, ¿qué has hecho tú?
¿Cuál es tu hechizo?
La Luna sonrió y dijo:
–Es una pócima hermano; esa que todos buscan
y que algunos llaman amor.
©Mabel Coronel Cuenca
Publicado en la Revista Digital de la Sociedad de Escritores del Paraguay – SEP, mes de Junio, 2015, pag 51-52.
Imagen tomada de la red